jueves, 19 de febrero de 2015

Evangelio Domingo 22 de Febrero . Para profundizar

Dibujo: Fano

En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas, y los ángeles le servían.
Es importante que nos fijemos en la expresión: el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se han hecho muchas interpretaciones de las tentaciones como pruebas que vivimos, empujados por las fuerzas del mal y en las que acabamos vencidos casi siempre.
Marcos quiere resaltar
lo contrario: la prueba, la lucha, la experiencia de elegir entre lo que nos hace hijos y nos esclaviza está impulsada por el Espíritu. Es imprescindible en el crecimiento humano- espiritual, tener estas experiencias una y otra vez para liberarnos de los enredos y recuperar la libertad de hijos e hijas amados, y poder vivir al soplo del Espíritu.
El desierto era uno de los símbolos de esas experiencias, de esas pruebas. A los judíos no  les evocaba lo mismo que nos evoca a nosotros: un lugar inmenso de arena, sin vida; pensemos, por ejemplo, en el desierto del Sáhara.  
Se quedó 40 días… No es un tiempo medido por el calendario sino que nos remite inmediatamente a la larga estancia del pueblo atravesando el desierto. El número 40 significa un periodo de tiempo muy largo, en el caso de la estancia del pueblo en el desierto es el tiempo que tarda toda una generación infiel en desaparecer y dejar paso a una generación fiel que empieza algo nuevo. Moisés estuvo “40 días” en lo alto del monte Sinaí, porque en ese tiempo fue transformado. Y Jesús pasa un tiempo largo que marca el paso de la vida privada a la vida pública.
La presencia de Satanás en este episodio, al comienzo del evangelio, es como un anuncio de la multitud de pruebas que sufrirá Jesús en su vida pública: ceder ante las autoridades, dejarse paralizar por el miedo, aliarse con el poder para salvar su vida, ceder ante todos los que pretenden apartarlo de su camino, etc.  
En este sentido hay que comprender la advertencia de Jesús a Pedro: “Apártate de mí, Satanás…” (Mateo 16, 21-23) Lástima que se conciba a Satanás como un diablo y no reconozcamos a diario todo aquello que nos aparta de nuestro camino, y nos lleva a vivir  descentrad@s y replegados en postura fetal.
Vivir entre alimañas y que los ángeles le sirvan es una manera de evocarnos la creación del mundo y cómo Jesús se sitúa en armonía en esta nueva creación, en este tiempo nuevo.
El texto nos habla brevemente y con profundidad de la dimensión humana de Jesús: pasó pruebas como todo su pueblo y como cada uno de nosotros y de nosotras; nos habla también de  la pedagogía de Dios, que nos corrige y educa a través de las pruebas. Es bueno recordar el texto del Deuteronomio en el que el pueblo reflexionó sobre su experiencia en el desierto y lo que habían aprendido:
"Acuérdate del camino que el Señor te ha hecho andar durante cuarenta años a través del desierto con el fin de humillarte, probarte y conocer los sentimientos de tu corazón y ver si guardabas o no sus mandamientos. Te ha humillado y te ha hecho sentir hambre para alimentarte luego con el maná, desconocido de tus mayores; para que aprendieras que no sólo de pan vive el hombre, sino de todo lo que sale de la boca del Señor. No se gastaron tus vestidos ni se hincharon tus pies durante esos cuarenta años. Reconoce en tu corazón que el Señor, tu Dios, te corrige como un padre hace con su hijo. Guarda los mandamientos del Señor, tu Dios; sigue sus caminos y respétale".(Deuteronomio 8, 26)

Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios.
Imaginemos el impacto que pudo suponer para Jesús y su entorno el brutal asesinato de Juan Bautista en medio de un espectáculo, con danza incluida, para entretener a los poderosos. Era un hombre que anunciaba la conversión y reavivaba la esperanza del pueblo. Para Marcos, la muerte de Juan marca un antes y un después en la vida de Jesús. Cuando han conseguido acallar la voz del precursor, es el momento apropiado para salir a predicar la Buena Noticia y hacer signos del Reino.
Pero empezar predicando en Galilea era como perder el tiempo, en la mentalidad de entonces. Era ofrecer “perlas” a los más marginados de todo el pueblo judío, a los que muchas veces estaban enredados en lo que entonces se consideraba pecado: no ir a celebrar la pascua en Jerusalén, saltarse reiteradamente el cumplimiento del sábado, vivir en estado permanente de impureza, etc. Muchos hombres y mujeres de su tiempo tenían pocas esperanzas de salvación.
Precisamente allí, donde apenas quedaba esperanza humana, llega Jesús con un mensaje sorprendente y unos signos que harán que muchos marginados puedan ponerse en pie, ver de otro modo, liberarse del mal que les aprisionaba y comenzar un nuevo tipo de vida.
No podemos imaginar el impacto que supondrían las palabras y curaciones de Jesús en la gente marginal y desesperanzada. En el caso de que nos lo imaginemos, que lleguemos  a empatizar con sus sentimientos, se nos reavivará el dinamismo evangelizador para trabajar junto con quienes buscan caminos de liberación.
 Decía: «Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio.»
Ya hemos dicho otras veces que la expresión “Reino de Dios” resumía todo lo que Israel podía esperar: una liberación, otra forma de vida, otro gobierno… Para nosotros sería como alcanzar la utopía en el tipo de sociedad que deseamos y donde Dios estuviera tan presente que impregnara hasta las estructuras políticas, haciéndolas justas.
Ha llegado la hora de Dios (kairós), el momento oportuno, de plenitud. Durante siglos el pueblo estuvo esperando ese tiempo nuevo y ahora Jesús anuncia su llegada… ¡pero hay un problema! en el cielo (en las nubes, en el firmamento) no se habían dado los signos que corroboraban ese tiempo nuevo. Por eso a Jesús le pidieron una y otra vez de dónde procedía su autoridad. Es decir ¿quién le había nombrado mensajero de la hora de Dios?
Para colaborar en el Reino, para contribuir a su llegada y desarrollo, es preciso el cambio radical (metanoia), que es mucho más que hacer algunas buenas obras. Es dejarnos convertir, dejarnos rehacer como si se tratara de un segundo nacimiento. Ser hombres y mujeres del Reino no es obra nuestra, es preciso dejarnos transformar por el Espíritu, que actúa también a través de los hombres y mujeres con los que convivimos.
Como no somos capaces de mantener esta tensión transformadora día tras día, la Iglesia ofrece los tiempos de adviento y cuaresma para centrarnos en la importancia de este proceso (que debería ser diario).
El gesto de la ceniza es como el momento en el que nos calzamos las botas de montaña, nos ponemos la ropa adecuada, nos colocamos la mochila al hombro y tomamos conciencia de la importancia de “caminar hacia el centro de nuestro ser”, conscientes de que es el camino que nos humaniza y diviniza al mismo tiempo.
Desde esa experiencia profunda de lo que somos: imagen y semejanza de Dios, podemos salir al encuentro de los demás con otra hondura, con un amor más limpio y la fuerza del Espíritu; más libres de enredos emocionales y con más gratuidad.

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